sábado, 20 de septiembre de 2008

Lo que sabemos, lo que creemos y lo que intuimos

“Yo sólo sé que no sé nada” decía Sócrates muy sabiamente a pesar de su confesa ignorancia. Los sentidos nos engañan. Esto no es secreto. Cualquier simple revista infantil nos sorprende con ilusiones ópticas. También conocemos trucos un poco más sofisticados que nos demuestran como los otros 4 sentidos pueden también fallar. Si a esto le sumamos que nuestras percepciones son elaboradas y procesadas por nuestro complejo cerebro, con sus filtros y distorsiones, terminamos cayendo en la cuenta de que nuestra aproximación sensorial a lo que nos rodea es extremadamente vaga.
Nos han enseñado que la materia se compone en última instancia de partículas subatómicas cuyo tamaño es increíblemente ínfimo en proporción a la imponente distancia de vacío que las separan. ¿Cómo se condice esto con nuestras percepciones?
Lo que los antiguos creían saber de a poco fue cayendo. En realidad no sabemos prácticamente nada sobre la esencia del universo y de nuestra existencia. La mayor parte de nuestras certezas pueden estar equivocadas. Sí conocemos afortunadamente muchas verdades aplicables a nuestro ámbito de acción que han demostrado ser ciertas dentro de determinadas condiciones. A todas estas certezas concretas les debemos el avance de la humanidad, y ese marco de referencia seguro en el que vivimos nuestra vida cotidiana, en el que sabemos que el café se calienta con un minuto de microondas, que las infecciones se curan con antibióticos y que si mezclamos témpera azul y amarilla vamos a obtener témpera verde. Los objetos de estudio de la ciencia por ahora han quedado básicamente en ese plano.
Pero las cosas pueden ser muy distintas a lo que suponemos, sin que ninguna de nuestras verdades sea desmentida. Alguna de las visiones esotéricas del mundo podría estar acertada. Quizás exista realmente un Dios que nos creó, nos mira y nos juzga. Quizás previamente hayamos sido una planta, luego una hormiga, una mujer, un cerdo y un monje antes de ser lo que somos. Tal vez no existimos y todo es una ilusión, o la vigilia es sólo el sueño de un estado de conciencia más avanzado. ¿Y quien puede negar que nuestro universo conocido sea apenas una molécula perteneciente a un organismo vivo o a un cuerpo inerte dentro de un universo de dimensiones superiores, y así sucesivamente? O podríamos estar protagonizando un programa de “Reality show” dirigido por maliciosas mentes extraterrestres que juegan a engañarnos. Podría ser cualquier cosa. No tenemos la menor idea. Y muchos dicen que desafortunadamente nunca podríamos tenerla. Yo confío más en la ciencia, y en lo que el hombre puede lograr si se lo propone.
Mientras tanto nos manejamos con creencias. Uno normalmente cree o no cree en Dios, en la reencarnación, en los fantasmas, en Jesucristo, en el materialismo. Otra no nos queda. Para decidir como vivir esta vida es casi ineludible tomar posición al menos en algunos de estos puntos y lo hacemos sin saber la realidad. Nos basamos en lo que nos enseñan, lo que percibimos o en nuestra intuición. El creyente pone al mismo nivel estas certezas que las que nos revela la ciencia. Pero lo hace por una necesidad psicológica, no por una sincera búsqueda de la verdad.
Si nuestro objetivo es acercarnos al conocimiento tenemos que despojarnos al máximo de la certeza a priori en nuestras creencias. Es ella la que frena al mundo. Es por su culpa que la mente de miles de científicos capaces se estén desperdiciando en tontas tecnologías para la guerra o el entretenimiento en vez de abocarse a lo verdaderamente importante: las grandes preguntas no resueltas.
Pero como lo que sabemos es tan poco y no nos alcanza, es sano y razonable elaborar hipótesis. Definir qué es lo que nos parece más probable, tratar de armar un sistema coherente que nos parezca la mejor respuesta al misterio del universo, siendo concientes de los pobrísimos elementos que tenemos para juzgar. La gran diferencia con las típicas creencias es que enterarnos que las cosas no son como pensábamos no nos dolería. Al contrario, sería una gran satisfacción, porque nos sentiríamos más cerca de nuestro ansiado objetivo.
Así, cuando yo digo que creo en Dios estoy diciendo: “Con los pocos elementos que tengo para juzgar, me parece racionalmente más probable que la existencia del universo se deba a la creación perpetuada millones de años atrás por un ser, fuerza o energía superior aún no descubierto por la ciencia, que cualquier otra explicación ensayada hasta ahora, incluyendo la mera casualidad.”

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